El Día del Idioma Español y Día Internacional del Libro, que celebra la población hispanohablante del mundo, como un homenaje a Miguel de Cervantes Saavedra, fallecido el 26 de abril de 1616, debe constituirse en un acto para reflexionar en la importancia del lenguaje, la inmensidad de las lenguas, el poder de las palabras y la trascendencia del idioma como patrimonio de identidad de las personas.

El idioma español o castellano es dinámico, vive en constante proceso de renovación e innovación acorde con los avances científicos y tecnológicos del hombre, es una esfera cambiante. Por ello, en estos momentos debido a la emergencia sanitaria generada por el Coronavirus, que nos quitó la posibilidad de salir de nuestras viviendas, pero no de generar conocimiento por medio de la lectura, hemos valorado y conocido a fondo el significado de muchas palabras como virus, pandemia, cepa, distanciamiento social, asintomático, ventilador, curva epidemiológica, cuarentena y plataformas virtuales, que tanto ha contribuido en el campo de la educación en estos tiempos difíciles para todos.

Apreciemos nuestro idioma y hagamos un buen uso del mismo en todas las actividades que hagamos: en nuestro quehacer profesional y laboral; en el trabajo académico y en el estudio, con las tareas diarias; en el trato hacia los demás y en las relaciones interpersonales. Valorarlo seguramente permitirá generar espacios de diálogo, creación y cocreación, teniendo en cuenta lo que significa cada vocablo, cada frase, cada mensaje para seguir construyendo desde el español un viaje hacia mundos inimaginables y posibles en bien de la humanidad y su desarrollo social, cultural, económico y ambiental.

Conmemorar esta fecha entonces deberá ser un motivo para seguir tejiendo redes de fraternidad, solidaridad, generación de espacios educativos donde las nuevas generaciones de jóvenes continúen su proceso de formación y liderazgo, dándole al español el lugar que le corresponde.

Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entoces una aldea de 20 casas de barro y cañabrava, construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos”, Gabriel García Márquez (Aparte del libro: Cien años de soledad).